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TARDE LLUVIOSA (Mateo 5:10)

  • buscandoadiosps
  • 18 jul
  • 3 Min. de lectura

Una noche lluviosa. Keeley Halswelle.
Una noche lluviosa. Keeley Halswelle.

Aunque lo que escribo pueda acabar en libros o en la red donde otros al leerlo se hagan partícipes de la conversación de una, para mí, la escritura, más que un medio para transmitir ideas, es principalmente un lugar de sanación y de reflexión.

Hace algún tiempo, releyendo las bienaventuranzas (Mateo 5:3-12), me quedé, como siempre, sintiendo que tras cada una de ellas había un universo infinitamente mayor al que yo había logrado vislumbrar. Queriendo meditarlas, me propuse escribir breves historias que pudieran explicármelas mejor.

Hoy quisiera compartir contigo, amigo lector, la última de ellas.


Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia,

porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Mateo 5:10


¿Quién puede dudar que ha llegado el otoño?, las calles mojadas se llenan de viandantes que apuran el paso buscando resguardo, las primeras lluvias ya están aquí y parecen haber tomado a muchos por sorpresa. Yo les observo seca y abrigada desde el cálido autobús, deseando tener un paragua que ofrecer, pero el único que tengo lo preciso para asegurar que el regalo que llevo en mi regazo no llegue empapado a su destino.

El papel que lo envuelve es de su color favorito, ese rojo carmesí con que aún decora sus labios. Me deleito pensando que anticipa mi llegada, que pasó la tarde cocinando mi sopa favorita, que en su mente repasa las hermosas historias que habré de pedirle me cuente de nuevo.

Su vida, ahora sencilla, se me antoja compleja. Muy joven dejó la casa paterna, quería conocer de cerca los sitios y personas que referían sus libros y comprobar si tanta diversidad era cierta. Así llenó su pecho de historias que contarme, de aventuras en lugares remotos con culturas y costumbres distintas a las suyas, de amistades con personas cuyos rostros no reflejan los nuestros.

Yo de niña pensaba que los remotos parajes de sus relatos eran mejores que el lugar en el que a mí me había tocado vivir, y sus protagonistas superiores a mí y a mis coterráneos, pero a ella los años de auto exilio le dieron mucho más que historias que contarme y así me corregía:

― No te engañes pequeña, ni mejores ni peores, no son ni siquiera distintos a nosotros, todos estamos hechos de la misma materia. A todos nos habita el mismo Dios.

Esta enseñanza clave le dio forma a su vida y su perseverancia en aplicarla muchas dificultades.

Sus labios carmesíes se fruncen ocultando la sonrisa cuando recuerda la vuelta a casa. A sus 80 años dos lustros no parecen mucho tiempo, pero en su tierra había pasado una eternidad en su ausencia. De esas eternidades que cambian a los pueblos y su historia, abriendo zanjas profundas y obligando a sus ciudadanos a escoger un margen. El odio corría suelto por las calles, de todos se esperaba que escogieran un bando para determinar por quién serían odiados. La intolerancia gritaba desde los balcones, la sospecha había tomado residencia en cada casa, donde miembros de una misma familia se miraban con recelo.

A ella también le llegó el turno de anunciar el bando por el cual habría de decantarse. Su padre, activo partícipe de la causa revolucionaria, le miraba fijamente con los brazos cruzados esperando respuesta. Su madre, secretamente a favor del estado, gimoteaba en un rincón de la habitación.

― Yo no estaba dispuesta a hacer distinciones entre mis coterráneos ―recuerda con pesadumbre―. Si Dios, ¡el creador del universo!, era capaz de amarlos a todos, ¿qué mérito tenía yo para negarles mi amor?

El odio se convirtió en guerra civil. La violencia comenzó su reinado y encontró súbditos en todas las esquinas, donde se empuñaban rifles para acabar con una idea contraria o se delataba para que otro lo hiciera. Su padre, harto de su tibieza, la echó de casa, ¿a dónde ir?, ya nadie abría la puerta.

Su mirada se extravía en el breve espacio entre ella y yo cuando pregunta de nuevo

- ¿Bajo qué circunstancia la vida de uno, cuya opinión difiere de la mía, es menos valiosa que la que llevo yo en mi pecho?

Para esta pregunta nunca he podido conseguir respuesta.

Ya llega mi parada, la lluvia aún no cesa, de pie, en el último escalón del autobús, abro con torpeza mi paragua intentando no dejar caer la enorme caja carmesí. Echo a correr.

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