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A TRAVÉS DEL DESIERTO

  • buscandoadiosps
  • 21 oct 2022
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 29 oct 2023


El camino del Sinaí luego de la tormenta. Karl Bryullov.

La historia de las vicisitudes del pueblo de Israel desde que sale de Egipto y hasta que llega a la tierra prometida (registradas en cuatro de los cinco libros de Moisés: Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) es uno de los relatos bíblicos a los que retorno siempre, como si de cuando en cuando sus páginas me llamaran porque me saben lista para una nueva enseñanza.


La historia comienza ubicándonos frente al Mar Rojo. A fuerza de plagas y penurias Moisés y Aarón han logrado convencer al faraón de que les permita a los israelitas salir de Egipto, donde son esclavos, para ir al desierto a adorar a su Dios. Los egipcios, arrepentidos de haber accedido, les persiguen con sus carros y les pisan los talones. Acorralados frente al mar, llega la hora del siguiente milagro: el agua se abre permitiéndoles el paso. Lo que parece un final feliz es sólo el comienzo de un proceso de dolorosa transformación.


Moisés nos cuenta que luego de cuarenta días ─en los que Dios, guiándolos por el desierto como columna de nube en el día y columna de fuego en la noche, pudo comprobar la rebeldía que operaba en el pueblo que había sacado de Egipto─ los israelitas llegan a la entrada de la tierra prometida a donde mandan a doce espías para que exploren el territorio y traigan reporte de lo visto. Caleb y Josué, dos de los espías, corroboran que leche y miel corren en ella como el agua y que sus frutos son abundantes y generosos, los otros diez sólo hablan de ciudades fortificadas, enemigos y gigantes. El pueblo de Israel, a las puertas de la tierra prometida, se echa para atrás, teme, incluso lamenta haber salido de Egipto, no se fía de Dios. Y es que Israel había dejado atrás al faraón y su tiranía más no a la esclavitud, la cual seguía llevando a cuestas, por ello Dios le niega la entrada a la tierra prometida ─entrar allí requiere libertad─ y los devuelve al desierto, donde deambularán por los siguientes cuarenta años, hasta que muera todo lo esclavo en ellos.


yo ciertamente estoy regada por todas esas geografías, con un pie en la esclavitud, otro en la tierra prometida y el resto de mi cuerpo esparcido por el desierto. Nunca se está del todo en uno de esos lugares, partes de nosotros se encuentran en cada uno de ellos

Serán cuarenta años en los que nada les faltará, en los que cada día el maná de Dios habrá de alimentarlos, en los que agua saldrá de la roca para calmar su sed, en los que ni siquiera su calzado se desgastará. También cada día algo del esclavo en ellos morirá, cada día serán un poco más libres.


Desde que la leí por primera vez hasta ahora, esta historia, en mí, ha sufrido una enorme transformación, dejó de ser la del pueblo de Israel para convertirse en la historia de la humanidad intentando deshacerse de esclavitud.


Los israelitas necesitaron un milagro ─que se abriera el mar rojo─ para dejar atrás la tiranía egipcia (hay aquí otra enseñanza: no entramos al desierto por nuestra propia fuerza, una acción Divina ha de permitirnos el paso) y otro milagro ─que se abriera el Jordán─ para entrar a la tierra prometida. El primer milagro sólo le dio paso al deambular sobre la arena, a cuarenta años de aprender a vivir en la presencia de Dios, a depender de Él, a serle fiel. ¿Y no estamos todos en esa misma travesía?, yo ciertamente estoy regada por todas esas geografías, con un pie en la esclavitud, otro en la tierra prometida y el resto de mi cuerpo esparcido por el desierto. Nunca se está del todo en uno de esos lugares, partes de nosotros se encuentran en cada uno de ellos, un magnífico ejemplo, literario, por supuesto, es el de Tolstoy, cuya vida, de la que conocemos muchos detalles pues el autor mantuvo un diario por gran parte de ella, nos habla de ese transitar desértico.


ante la opción de permanecer en la comodidad de una esclavitud que conozco o adentrarme en el desierto con rumbo desconocido dejándome guiar sólo por Su nube y Su fuego, prefiero la segunda, aun sabiendo que quizás, cómo Moisés, sólo logre ver de lejos la libertad.

Luego de una infancia feliz, a pesar de la temprana muerte de sus padres, Tolstoy encara el final de su adolescencia y su primera adultez con el descontrol que quizás podría esperarse de un joven de familia noble y adinerada: su juventud está plagada por la bebida, el despilfarro, el libertinaje. Pero la experiencia del vivir lo lleva hacia una primera transición, el Tolstoy adulto empieza a ver la vida de manera distinta, sus dos grandes novelas son testimonio del problema ético que se ha apoderado de él, el autor ha cruzado el mar Rojo y da comienzo a su travesía por el desierto. Allí, una segunda transición le espera, esta vez de ámbito religioso, pero no debe confundirse esta segunda transición con su paso por el Jordán, su fervor cristiano, convertido en anarcocristianismo, está plagado de esclavitud, Tolstoy arrastra el grillete del odio sobre la arena (de ello converso con un poco más de detalle en mi reseña de su libro El reino de Dios está en vosotros).


Mientras el Caleb y el Josué en nosotros ruegan señalando hacia la tierra prometida, recordándonos que su fertilidad puede y quiere proveernos, un campamento de esclavos en nuestra entraña se echa hacia atrás. Huyendo de Egipto ─de aquello que nos esclaviza─ no dejamos atrás la esclavitud, sólo iniciamos la larga marcha hacia la libertad: tomamos conciencia de una esclavitud de la cual antes éramos ciegos y en la que habíamos acomodado nuestro hogar.


Dudo que se pueda entrar del todo a la tierra prometida mientras el peso de nuestra humanidad nos ancle a este mundo terreno, pero ante la opción de permanecer en la comodidad de una esclavitud que conozco o adentrarme en el desierto con rumbo desconocido dejándome guiar sólo por Su nube y Su fuego, prefiero la segunda, aun sabiendo que quizás, cómo Moisés, sólo logre ver de lejos la libertad.



 
 
 

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