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CON LA MESA PUESTA

  • buscandoadiosps
  • 13 sept 2022
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 10 nov 2023


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Enterrando a los muertos. Michael Sweerts.

El libro de Tobit es uno de mis favoritos entre los libros deuterocanónicos (si no lo conoces, amigo lector, te invito a descubrirlo), nos cuenta de la vida de dos familias judías en el destierro: la de Tobit, un hombre piadoso que vive en Nínive con su esposa Ana y su hijo Tobías, y la de Ragüel que vive en Ecbatana con su esposa y su hija única, Sara, una joven presa de un demonio que la atormenta.


Esta historia maravillosa colma a su lector de bendiciones, es un perfecto ejemplo de cómo Dios trabaja por nosotros entre bastidores, nos revela detalles de Su deambular en lo secreto: ese afán de Dios que sin testigos orquesta soluciones a medida. Y sería esta razón suficiente para invitarte a leerla (¿quién no necesita de vez en cuando un poco de abono para su fe?), pero hoy la traje conmigo para mostrarte otra Verdad que también se encuentra escondida entre sus líneas.


Es Tobit quien narra la historia. El libro comienza hablándonos de la bondad de este hombre de Dios y de su preocupación por ayudar a sus hermanos que en el destierro sufren hambre y muerte. El capítulo 2 muestra una escena particularmente pertinente que comienza en casa de Tobit:


Una vez estábamos celebrando nuestra fiesta de Pentecostés (…). Me habían preparado un buen banquete, y me senté a la mesa. Me arreglaron la mesa y me trajeron varios platos preparados. Entonces dije a mi hijo Tobías:


—Hijo, ve a ver si encuentras algún israelita, de los que han venido desterrados a Nínive, que haya sido fiel a Dios de todo corazón y que sea pobre, e invítalo a comer con nosotros. Yo te espero, hijo, hasta que vuelvas.


Tobías fue a buscar algún israelita pobre, y luego volvió y me llamó.


—¿Qué pasa, hijo? —contesté.


—¡Padre —me dijo—, hay un israelita asesinado, y está tirado en la plaza! ¡Lo acaban de estrangular!


Yo ni siquiera probé la comida. Rápidamente fui a la plaza, me llevé de allí el cadáver y lo puse en una habitación, esperando que llegara la noche para enterrarlo. Volví a casa, me lavé bien y comí con mucha tristeza (…). Cuando llegó la noche, fui, cavé una fosa y enterré al muerto. Mis vecinos se burlaban de mí y decían: «La vez pasada lo estuvieron buscando para matarlo por hacer eso, y se escapó; ¡y todavía no tiene miedo! ¡Ahí está otra vez enterrando a los muertos!»


Esta escena trae a mi memoria un poema sobre el cual he llorado tantas veces que avergüenza confesarlo: El excluido, de mi amado Armando Rojas Guardia. Lo escuché por primera vez de sus labios el lunes 23 de abril del 2001; lo sé con precisión porque aún conservo el programa del evento donde lo leyera: la presentación de su libro El esplendor y la espera en el salón de lectura del Ateneo de San Cristóbal, la ciudad venezolana donde crecí. Esa noche, entre el público, una joven enamorada lloraba en silencio escuchando al poeta, sin que él lo sospechara.


No se lo encuentra de veras en el templo.

Su morada, si así puede llamarse al desamparo,

es precisamente el gran afuera,

el periférico sitio donde vive

aquél siempre excluido, el no invitado,

quien pernocta -digo bien: pasa la noche-

lejos de la hogareña luz bajo la cual

transcurre el reposo ensimismante

que no nos deja salir hacia ese absoluto,

peligroso descampado en cuyo centro

aguarda él, desconocido, delincuente quizá,

tal vez un enemigo, pero de cualquier manera

extranjero, ignorable por los rigurosos códigos

que nos prohíben saludar a un extraño

y mucho más brindarle la acogida

de convidarlo a nuestra casa.


Armando y Tobit nos hablan del mismo hermano: el excluido, el que habita fuera del “orden social”. Ambos lo conocen muy bien pues también ellos pernoctaron en esa periferia del acusado, en el solitario perímetro que ocupan los excluidos, que no es otro que el exilio desde el cual nos llaman, el desierto y la espera, donde conviven con la culpa que cada día les dicta sentencia.

El excluido, en lo oscuro, te interroga

sólo con su aguardar eterno. ¿No escuchas

aquellos insistentes pasos revelándote

la apátrida vigilia de su insomnio?

Pero encontrarlo significa salir,

sobre todo salir, padecer la incomodidad

de la salida al afuera sin refugio,

dejar la lámpara, el sillón, la mesa puesta,

y emprender el noctámbulo esfuerzo

para descubrirlo en la prisión culpable,

y en la pobreza toda, y en la herejía

acusadora de tu léxico mental,

y en la viudez de lo cierto, y simplemente

en el cáncer, la lepra, la agonía:

situado allí donde el paisaje se presenta inhóspito

por distinto a los que ya conoces,

a los que acaban devolviendo tu mirada

como un espejo contumaz.


Acomodamos en la poltrona, deleitando nuestros ojos en los manjares dispuestos sobre la mesa, nos negamos a escuchar los gritos que desde la periferia nos asustan en medio de la noche. Hasta que el lejano llamado del excluido nos despierta, nos saca por unos segundos del letargo y desde la comodidad del sillón, frente a la mesa puesta, giramos la mirada hacia el afuera prohibido y escuchamos la queja de aquel que preferimos ignorar. Ahora que le hemos escuchado, ¿podemos seguir desdeñando su reclamo?


Es él. El que no invitaste. Ahora lo sabes.

Lo descubriste al fin, llorando noche.

Sólo te falta venir junto a esas llagas,

Ese hambrear harapiento, esa incertidumbre, ese delito,

esa implacable interpelación del diferente

hasta el centro mismo de tu casa y celebrar

la cena -sí, celebrarla- al compartir

con él, Único y múltiple, Otro central y repartido,

el pan terriblemente suave;

dejando la conciencia de que pudiste hacerlo

en la oscuridad cerrada, tras la puerta.


Tobit y Armando nos instan a olvidar la comodidad que nos conforta para encontrar al otro en su penuria, mirarlo cara a cara y reconocer a Dios en él.


Por ello he de volver a las palabras de Tobit, pues, ¿no es este Dios instándonos?:


—Hijo, ve a ver si encuentras algún (…) pobre, e invítalo a comer con nosotros. Yo te espero, hijo, hasta que vuelvas.


 
 
 

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