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DE CÓMO SANAR UN CORAZÓN

  • buscandoadiosps
  • 16 oct
  • 3 Min. de lectura
Jasna Đuričić como Aida en Quo Vadis, Aida? de Jasmila Žbanić.
Jasna Đuričić como Aida en Quo Vadis, Aida? de Jasmila Žbanić.

Y a donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor.

 

San Juan de la Cruz

 

Anoche veía la película de Jasmila Žbanić: Quo vadis, Aida? y hoy, inevitablemente, me he levantado con pesadez en el corazón. La película bosnia cuenta el drama de Aida, profesora de inglés convertida en traductora de la ONU, que intenta desesperadamente salvar a su familia cuando el Ejército de la República Srpska se hace con la ciudad de Srebrenica, antes del genocidio de Srebrenica en julio de 1995.

La magistral dirección de Žbanić no nos permite retirar los ojos del drama que se sucede en la pantalla. Seguimos de cerca los angustiosos intentos de Aida portando en nuestro pecho una sensación de inevitabilidad y desesperanza, sabedores de que la atrocidad le pisa los talones.

Hacia el final de la película, luego del trágico e inevitable desenlace que la historia europea ya registraba, vemos a Aida volver a Srebrenica en busca de la osamenta de los suyos. Nuestra heroína se pasea por sus calles donde tropieza con los antiguos asesinos, visita el que fue su hogar ahora ocupado por uno de ellos, observa la apertura de las fosas comunes y junto a otras madres, hijas, esposas, hermanas busca un indicio de los suyos entre los restos. Viéndola nos parece que observamos otro cuerpo sin vida, otro corazón muerto.

Esta madrugada preguntaba, ¿cómo se recupera un corazón luego de vivir una experiencia así? Dios, a modo de respuesta, traía hasta mí una escena de otra película: Gandhi, de Richard Attenborough.

En enero de 1948, tras la violencia entre hinduistas y musulmanes generada por la partición de la India, Gandhi, ya un hombre anciano, se declara en huelga de hambre hasta que acabe la violencia. La película de Attenborough registra esta última lucha del líder espiritual. En la escena, luego de días de ayuno exigiendo el fin de la matanza, Gandhi es interpelado por un hinduista que ha estado involucrado en la masacre.

¡Come! ―le dice, lanzando sobre el pecho de Gandhi un trozo de pan ―Yo iré al infierno, pero no con tu muerte pesando sobre mi alma.

― Sólo Dios decide quién va al infierno ―le contesta un frágil pero aún agudo Gandhi.

― He matado a un niño. Reventé su cabeza contra una pared.

Los ojos enloquecidos del asesino lo dicen todo, sin embargo, Gandhi, como buscando entender la razón de tanta locura, le pregunta:

― ¿Por qué?

― Mataron a mi hijo. Mi niño. ―responde el padre atormentado mientras con un gesto de su mano indica la altura del pequeño, como si aún pudiera verlo― ¡Los musulmanes mataron a mi hijo!

― Conozco una salida del infierno ―le contesta Gandhi― Encuentra un niño, un niño cuya madre y padre hayan sido asesinados, un niño pequeño, como de esta altura ―indica el maestro levantando la mano para señalar con ella la misma altura del hijo asesinado― y críalo como si fuera tuyo. 

En el rostro lleno de culpa de aquel hombre vislumbramos una ligera posibilidad de esperanza que se enciende escuchando a Gandhi, quien añade.

― Solo asegúrate de que sea musulmán y de que lo críes como tal.

El rostro del culpable muta de nuevo, un dejo de terror quiere empañar la esperanza, pero ya es tarde, la Verdad lo ha atravesado.

El remedio de Gandhi al corazón lleno de odio y culpa de aquel hombre es el amor. No que reciba amor, sino que lo dé. ¡Cuánto daño nos hacemos cuando nos enseñamos los unos a los otros a odiar! Es quizás la más efectiva venganza. Si una quieres, enseña a tu enemigo a odiar y lo verás morir preso de un cáncer que lo consumirá.

Luego de la lección impresa en mi corazón, leo en Lucas a Jesús cuyos pies son lavados por una mujer en casa de Simón el fariseo (7:36-50). Una frase me atrapa confirmando la revelación: sus muchos pecados son perdonados porque amó mucho.

Pero no me olvido de nuestra heroína, Aida, y de su muerto corazón, para quien amar es también la única salvación posible. Tampoco se olvida de ella Žbanić y en los últimos minutos de su película nos muestra a Aida que ha retornado a su vida de profesora en Srebrenica, donde enseña con amor a un grupo de niños, muchos de los cuales son hijos de los que otrora fueron asesinos. La vemos deleitarse en sus alumnos y en la posibilidad de futuro que emerge de sus pequeñas manos y encontramos también el rostro de una a quien la Verdad ha salvado.


P.S. Descubro en la publicación Stone soup for the world, que la historia del hinduista que recrea Attenborough en su película es verídica. Souren Bannerji era su nombre y aquel encuentro con Gandhi, tras la matanza, salvó su corazón.

 
 
 

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