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DIOS, EL ANTAGÓNICO

  • buscandoadiosps
  • 20 nov 2020
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 3 feb 2024



Mi madre, mi hermosa y despistada vieja, con quien he tenido la dicha de entablar los más enriquecedores diálogos de mi vida, de esos que despiertan nuestra curiosidad y animan a la búsqueda, o de los que adornan el alma con piedras preciosas de brillantes colores. Mi madre, decía, me conversaba hace algunos años de lo contradictorio que le resultaba el Dios iracundo del antiguo testamento –ese padre enojado y rencoroso, el sangriento, el de la revancha– cuando lo comparaba con el Dios que todo lo sufre y todo lo soporta del nuevo testamento –el misericordioso, el padre protector y tierno–, contradictorio a tal punto que ella prefería no leer el antiguo testamento para no toparse con Él.


Desde entonces esta conversación se nos ha convertido en una especie de partida de ajedrez que dos juegan esporádicamente, entre movimiento y movimiento pueden pasar meses en los que cada una medita la próxima jugada, ambas conscientes de que hacer jaque a uno de los Reyes no es el objetivo, más bien aproximarlos, construir un espacio donde coexistan. La partida se ganará cuando los Reyes encuentren su reflejo en la mirada del otro. La partida se juega contra la distancia que impone el tablero.


¿Y no caminamos tu y yo, amigo lector, aún vendados con Israel en el desierto, intentando discernir voces contradictorias, cansados del maná que ya no satisface, fabricando becerros de oro que adorar?

Con torpeza moví mis primeras piezas, tanteando al tablero con explicaciones poco meditadas: que ese antagonismo era sólo el fruto de las manos humanas que escribieron el antiguo testamento o quizás rescoldos de amargura que en nuestro corazón han dejado viejas enseñanzas que tanto daño han hecho. Poco se avanzó, la separación entre los Reyes seguía casi intacta, pero León Felipe me animaba:


Moisés

vámonos a dar un paseo,

vámonos esta tarde caminando

desde el Sinaí… hasta el cerro del Gólgota...

Quién ha dicho: eso está muy lejos…

quién ha dicho:

desde el Sinaí hasta el Gólgota

hay un largo trecho…

¡Oh, no,

no está muy lejos!


Secundada por el poeta, me retiré a meditar la próxima jugada, dejando a los dos Reyes aún separados por la inmensidad del tablero, aún sintiendo que el Gólgota y el Sinaí están muy lejos.


Para el siguiente movimiento traje conmigo a un viejo amigo, Ernesto Cardenal, que parecía conocer de primera mano los antagonismos de Dios. Me decía que Dios es todo y nada (En cierto sentido, pues, Dios no existe, y en cierto sentido solo existe Él), belleza y fealdad (podría decirse también que hay fealdad en Dios, no sólo belleza, porque su belleza está más allá de todos nuestros cánones de belleza), infinitamente grande e infinitamente pequeño (si puede decirse que Dios es más grande que todo el universo, también puede decirse que Dios es más pequeño que un electrón). Y dejé que hiciera por mí la siguiente jugada. Sentado frente al tablero dijo en voz alta:


Dios es luz y tinieblas juntamente; o mejor dicho no es ni luz ni tinieblas, sino que al crear el mundo separó para nosotros la luz de las tinieblas, y nos hizo a nosotros «hijos de la Luz». Nosotros no podemos tener la ciencia del bien y del mal, sino solamente la del bien, porque hemos sido creados para el bien, y hemos sido creados en la luz, junto con todo cuanto existe. La ciencia del bien y el mal es sólo privativa de Dios.


Esta vez la aproximación fue notable, los Reyes se acercaban uno a otro, sus miradas, menos lejanas, habían perdido el guiño de la desconfianza.


Hoy pensaba, ¿será que el antiguo testamento es sencillamente una historia incompleta?, la de la humanidad. Historia que se cuenta una y otra vez como en una serie de círculos concéntricos, cada uno describiendo su trayectoria circular alrededor de mismo centro, pero jamás tocándole.


La biblia es, en cambio, un círculo completo, y también lo son el pentateuco (los libros de Moisés, los primeros cinco del antiguo testamento) y la parábola del hijo pródigo, ambos círculos más pequeños. En el antiguo testamento, como en el Éxodo, el ser está perdido, peregrina vendado hacia Dios, lo anhela y tropieza en el desierto, oye voces ¿de quién son? Se desprende de la esclavitud y se pierde de camino al Jordán. ¿Y no caminamos tu y yo, amigo lector, aún vendados con Israel en el desierto, intentando discernir voces contradictorias, cansados del maná que ya no satisface, fabricando becerros de oro que adorar? Para cerrar el círculo hay que llegar al Jordán y cruzarlo, hay que romper el velo.


Un Dios que exige que nuestra alianza con Él se selle con la fe –la certeza de lo que no se ve– nos tiene que resultar antagónico, a nosotros seres esclavos de los sentidos. La única postura válida frente a ese antagonismo es darle espacio a la fe que se exige.

La biblia, el pentateuco, la parábola del hijo pródigo, narran la misma historia: la historia personal de cada alma, que es también la historia de la creación. Historia que se repite una y otra vez sin pausa, la del mundo, la de cada civilización, la de cada individuo en cada tiempo. Círculos concéntricos como las ondas que deja tras de sí una piedra que cae en un pozo. Es tu historia y la mía y la del que vendrá ¿Cuántas veces tendrá Dios que contarla para que la entendamos?


Este será mi último movimiento, al cual llegué en una de esas madrugadas cuando el silencio me deja escucharle: Un Dios que exige que nuestra alianza con Él se selle con la fe –la certeza de lo que no se ve– nos tiene que resultar antagónico, a nosotros seres esclavos de los sentidos. La única postura válida frente a ese antagonismo es darle espacio a la fe que se exige. No hacer como el científico que mira al cosmos y pretende que puede descifrarlo, más bien como el sujeto que en la noche, reposada su espalda contra la tierra, contempla el firmamento y, aceptándolo como indescifrable, discierne su belleza.

 
 
 

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