EN SOLEDAD
- buscandoadiosps
- 16 dic 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 23 ene 2022

En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.
San Juan de la Cruz
Cántico Espiritual
Entender a Dios en comunidad me ha resultado siempre bastante problemático. No he sabido encontrarlo en el templo, ni sentir su presencia en medio de la multitud que le venera. Para mí, el problema de Dios se resuelve únicamente en soledad, bajando hasta las oscuridades del alma y hallándolo allí, donde nos esperaba paciente junto a la mesa puesta. Esta publicación es para aquellos de nosotros que no hemos sabido encontrarlo en lo colectivo.
El capítulo 40 del libro de Ezequiel narra una visión que el profeta recibe de Dios. El Señor lo lleva hasta la tierra de Israel y allí ve a un hombre, como de bronce, que de pie a la puerta del templo sostiene en la mano una regla de medir; con ella, el hombre mide el templo mientras Ezequiel lo observa atentamente. Midió cada umbral y cada puerta, cada vestíbulo y cada celda, midió las pilastras y ventanas, las mesas para el holocausto y hasta el muro que rodeaba el templo, todo ello hizo mientras Ezequiel registraba en su libro cada medida.
Este hombre color de bronce parecía empeñado en demostrarle a Ezequiel lo finito del templo, en convencerlo de sus limitaciones, en forzarlo a preguntarse ¿cómo puede este acotado espacio contener el infinito? Como si Dios mandara un aparejador para que nos confirme que Él no cabe allí.
Nuestra alma, amigo lector, quiere bañarse en las caudalosas aguas lejanas al templo, en ese rio que se hace hondo lejos de la congregación, un rio cada vez más abundante en vida. Es allí donde nos echamos al agua en soledad, desde allí el templo apenas se divisa.
Unos pocos capítulos después (Ezequiel 47:1-12), aún preso de la misma visión, Ezequiel es llevado hasta la entrada del templo donde ve agua brotando de debajo del umbral, agua que corre alejándose del estático edificio. El hombre lo lleva consigo junto al caudal que se ahonda y le hace cruzarlo varias veces; el agua le cubre primero los tobillos, luego las rodillas, la cintura, hasta convertirse en un rio tan hondo que sólo a nado se podría cruzar. Entonces aquel hombre le dijo: Fíjate bien en lo que has visto.
Nuestra alma, amigo lector, quiere bañarse en las caudalosas aguas lejanas al templo, en ese rio que se hace hondo lejos de la congregación, un rio cada vez más abundante en vida. Es allí donde nos echamos al agua en soledad, desde allí el templo apenas se divisa. Pero debo advertiros, nuestros hermanos feligreses pueden no entendernos y con ello debemos hacer paz, también deberán ellos hacerlo cuando llegue su momento. Quizás un día en que nos acerquemos al templo a visitarles nos digan: ¿Dónde has estado? ¿Quién te ha enseñado en esas aguas profundas y lejanas donde habitas? Contéstales por mí, amigo lector, hemos aprendido de Dios mismo:
“Este será el pacto que haré con Israel en aquel tiempo: Pondré mi ley en su corazón y la escribiré en su mente. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Yo, el Señor lo afirmo. Ya no será necesario que unos a otros, amigos y parientes, tengan que instruirse para que me conozcan, porque todos, desde el más grande al más pequeño, me conocerán.” (Jeremías 31:33-34).
Los versos que abren esta publicación son de un experto en la materia: San Juan de la Cruz, quien además de regalarnos el Cántico espiritual, de donde los extraje, tuvo la generosidad de escribir sus comentarios en prosa que nos toman cariñosamente de la mano y nos llevan con ellos a recorrer ese lugar, muchas veces inaccesible, del alma del poeta, donde Dios ha sembrado y regado aquellos versos. San Juan de la Cruz nos explica:
En esa soledad que el alma tiene de todas las cosas en que está sola con Dios, él la guía y mueve, y levanta a las cosas divinas (…) porque ya está solo y desnudo de otras contrarias y peregrinas inteligencias; y su voluntad se mueve libremente al amor de Dios, porque ya está sola y libre de otras afecciones; y llena su memoria de divinas noticias, porque también está ya sola y vacía de otras imaginaciones y fantasías. (…) es Dios el que la guía en esta soledad…
Encontrarlo en soledad es dejar a un lado el rito sin Amor, es desnudar nuestro cuerpo y ponerlo sobre el altar como ofrenda, es hallar al Amado y hacernos testigos, por un mínimo instante, del éxtasis que será la entrega eterna.
Para mí, el Dios institucional es un ser cansado de llevar encima el peso de la religión, un Dios enjaulado que clama libertad. Sus carceleros somos nosotros, los fariseos que no le permitimos salir del bello marco que le hemos labrado, al cual debe ceñirse. En cambio, el Dios de la soledad, el que se desviste de protocolo y nos saluda besándonos el rostro, llena mi corazón, se apodera de mí y no me suelta, me salva de mí misma. Simone Weil, que experimentara esta verdad, lo expresa con estas magníficas palabras.
Si Cristo, que es la Verdad misma, hablara en una asamblea (…) no utilizaría el lenguaje que utilizaba conversando con su amigo bienamado (…) Pues (…) hay dos lenguajes completamente distintos aunque compuestos de las mismas palabras, el lenguaje colectivo y el individual. (…)
Cristo hizo promesas a la Iglesia, pero ninguna de ellas tiene la fuerza de la expresión: «Vuestro Padre que está en lo secreto». La palabra de Dios es palabra secreta. Aquél que no ha oído esa palabra, aun cuando manifieste su adhesión a todos los dogmas enseñados por la Iglesia, no está en contacto con la verdad.
Cita Simone parte de aquel pasaje en el evangelio donde Jesús nos habla de la oración. Antes de enseñarnos el Padre Nuestro nos dice: Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto (Mateo 6:6). Sólo en esa recámara, a puerta cerrada, se logra intimidad. Encontrarlo en soledad es dejar a un lado el rito sin Amor, es desnudar nuestro cuerpo y ponerlo sobre el altar como ofrenda, es hallar al Amado y hacernos testigos, por un mínimo instante, del éxtasis que será la entrega eterna. Por ello decía Ernesto Cardenal que el que ama a Dios quiere estar solo.



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