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LOS RENACIDOS

  • buscandoadiosps
  • 16 jun 2021
  • 4 Min. de lectura

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La visión tras el sermón (La lucha de Jacob con el ángel). Paul Gauguin.

Dedicarme a escribir y poder vivir de ello es para esta servidora un anhelo, un sueño hacia el cual camino, es, de hecho, una promesa divina. Pero Dios se toma su tiempo, ¿o soy yo quien se demora? Con un corazón inacabado la promesa no puede abrir sus puertas. Es ahora el tiempo de preparar mi corazón.

Los israelitas tardaron cuarenta años en hacer un viaje de once días a través del desierto antes de poder entrar a la tierra prometida. Cuarenta años en los que cada día su corazón estaba insatisfecho, se quejaban de Moisés por haberlos sacado de Egipto (¡donde eran esclavos!), se quejaban del maná que les caía del cielo, se quejaban de la carencia de agua y Dios la hizo brotar de la piedra. Sólo dos ─Caleb y Josué─ de los cientos de miles que salieron de Egipto, lograron entrar a la tierra prometida pues fueron los únicos en demostrar que su corazón había sido renovado, los únicos en discernir las posibilidades, en creer las promesas, en estar dispuestos a luchar por ellas. Los únicos en ver más allá de las dificultades.

La lucha en nosotros entre lo sagrado y lo mundano, la lucha del hombre con su conciencia, la que logra transformar su corazón, está representada magníficamente en la biblia en aquella que libró Jacob con el ángel. Jacob, sin ser el primogénito, al que por derecho le correspondía las bendiciones de su padre, fue el que más las anheló. Es él quien se enfrenta con Dios en el desierto, quién lucha con Él cuerpo a cuerpo hasta el amanecer y le obliga a bendecirle, quien lleva el fervoroso deseo de hacer suyas las bendiciones que sabe que su Padre puede heredarle. Sale Jacob cojeando de aquel encuentro, pero dueño de las promesas que deseaba. A su hermano mayor, en cambio, sólo le quedó el recuerdo de un plato de lentejas.


Soy yo quien se demora en el desierto, quien se aferra a un corazón en el que las prioridades están torcidas, en el que la voluntad de Dios no es lo primero.

Esa lucha fue también la que libraron los israelitas en el desierto, pero a las puertas de la tierra prometida permitieron que el miedo les robara la promesa, con la miel en los labios se echaron temerosos para atrás y la duda les costó la vida.

No puedo pensar en un mejor ejemplo, en la literatura, de la lucha contra el miedo y la duda que el que nos regala el eterno caballero Don Quijote de la Mancha. Él sabía que buscar a Dios es disponerse al combate, vestir la armadura, aferrar el escudo, afianzar el yelmo; y en aquel pasaje en que le vemos enfrentarse con dos manadas de ovejas, convencido de que se trataba de dos ejércitos, nos muestra cómo su fe le despeja la ceguera. Dejemos que sea Unamuno quien nos lo desgrane:

…Y entonces dieron con la aventura de las dos manadas de ovejas, que tomó Don Quijote por dos ejércitos, y los describió tan puntualmente como quien lleva dentro de sí un mundo verdadero. Y el bueno de Sancho, sumergido en el otro mundo, en el aparencial, en el de los manteadores de carne y hueso, nada vio, «quizá» por encantamiento. ¡Oh Sancho admirable, y qué caudal de fe encierra ese tu «quizá»! Por un quizá empieza la fe que salva; quien duda de lo que ve, una miajica tan sólo que sea, acaba por creer lo que no ve ni vio jamás. Tú, Sancho, no oías sino balidos de ovejas y carneros, pero bien te dijo tu amo: «El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas».

El miedo, sí, y sólo el miedo a la muerte y a la vida nos hace no ver ni oír a derechas, esto es, no ver ni oír hacia dentro en el mundo sustancial de la fe. El miedo nos tapa la verdad, y el miedo mismo, cuando se adensa en congoja, nos la revela.

Tras un largo peregrinar en el desierto, sólo Caleb y Josué demostraron que se habían despojado del velo de la esclavitud que enturbiaba sus ojos, que un corazón renacido latía en ellos. Supieron encontrar en la tierra prometida el milagro de la abundancia y la generosidad de Dios, sin duda, sin discurso, sin excusas, creyeron.

Soy yo quien se demora en el desierto, quien se aferra a un corazón en el que las prioridades están torcidas, en el que la voluntad de Dios no es lo primero. Limpia Señor mi corazón, que en él sea prioridad tu causa, no la fama de una escritora encumbrada. Enséñame a anhelar con fervor tus promesas eternas más que el grato y efímero sabor de un plato de lentejas.

No puedo irme, amigo lector, sin dejarte algunos de los versículos que fueron relevantes para la hechura de este artículo, quizás los quieras leer por ti mismo:

Deuteronomio 1:2-3 (11 días vs 40 años) Éxodo 16:2-3 (Quejas, quejas, quejas) Números 11:4-6 (Cansados del maná) Éxodo 17:1-6 (Agua de la roca) Números 13:17-33 (Caleb, el renacido) Números 14:20-35 (Sólo Caleb y Josué) Génesis 32:24-28 (Jacob lucha con el ángel) Génesis 27:1-29 (Jacob le roba las bendiciones a su hermano) Génesis 25:29-34 (…por un plato de lentejas)

 
 
 

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