POR FAVOR, DIBÚJAME UN CORDERO
- buscandoadiosps
- 16 oct 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 30 nov 2023

Hoy quiero hablarles de la fe y he traído para que me ayude a un amigo muy especial, quizás tú también le conozcas, amigo lector, pero de igual manera permíteme presentártelo, su nombre: El Principito.
Lo conocí gracias a mi madre cuando yo era aún muy pequeña, apenas 6 o 7 años, y no entendía porque ella, una persona mayor, pasaba también tiempo con él –ya los años se han encargado de explicármelo–. Entonces mi amigo era un divertido compañero de juegos que me fascinaba con sus historias de mundos que yo desconocía y me llevaba con él volando por estrellas y galaxias tan lejanas como nuestra imaginación pudiera alcanzar –con 7 años eso es verdaderamente lejos–, un amigo de esos que adivinan tu pensamiento y se abocan a jugar contigo como si el resto del mundo no existiera.
Desafortunadamente le perdí de vista por algunos años, sucede a veces incluso con las más cercanas amistades. Nuestra separación llegó a su fin cuando volví a encontrarlo hacia el final de mi adolescencia y reconocí en él la entrañable estampa que recordaba –los hermosos cabellos dorados, la nostálgica mirada–, pero también encontré a una persona distinta que me hablaba de cosas que nunca antes había mencionado: de soledad, de arrogancia, de tristeza, y mi yo adolescente estaba ávida de entender estos temas que comenzaban a perseguirle –¡cómo si alguien pudiera alguna vez llegar a comprenderlos!, aunque viva mil años permanecerán para mí firmemente en el misterio–.
...el aviador se hará testigo del más hermoso acto de fe, cuando ve al Principito que, inclinando la cabeza hacia el dibujo de una caja cerrada, observa claramente, sin ápice de duda, lo que había en su corazón: ¡un pequeño cordero que se queda dormido ante sus ojos! ¿Y no es esta la infantil disposición a la que Dios nos invita?
A veces pienso que a mis 46 años puede que decepcione un poco a mi amigo, que quizás al observarme pensaría que soy una aproximación demasiado cercana a esa gente seria de la que tanto se quejaba Saint-Exupery en boca del aviador, de las que no entienden nada por sí mismos y que los niños encuentran fastidiosas por tener que darles siempre explicaciones de las cosas más simples. De ello dará fe mi hijo, que me invita a jugar a que el jardín de nuestra casa es una tierra plagada de dinosaurios que debemos cazar y ve como su madre, tras aceptar reacia su invitación, se aburre enormemente con sus juegos.
Rafael Tomás Caldera escribió un hermoso libro titulado La experiencia abierta. Para lectores de El Principito, en el que nos explica el porqué de mi aburrimiento:
El adulto aparece pues ocupado de cosas serias y, a la vez, quizá por ello mismo, incapaz de comprender lo que se encuentre más allá de una inmediata dimensión de utilidad. Embebido en su racionalidad práctica, le parece trivial, indigno de atención, lo que trasciende a sus fines. Su razón está entonces muy acotada, limitada. (…) La presunta seriedad de su actitud oculta un hondo vacío y una falta de comprensión. Se ha hecho incapaz de ver lo que hay en el dibujo.

El dibujo del que habla Caldera es el que hiciera el aviador de pequeño, cuando su mente aún no había sido ganada por la esclavitud de la adultez, aquella boa cerrada que le sirviera de termómetro para medir la lucidez de los mayores –de haber sido interrogada por él, yo también habría dicho que se trataba de un sombrero–.

Pero hay otro dibujo que requiere aquí ser nombrado, aquel al que el fatigado aviador recurriera tras múltiples y fallidos intentos de dibujar un cordero. El Principito no quería un cordero enfermo, ni uno viejo, ni menos un carnero, y gracias al producto de su impaciencia el aviador se hará testigo del más hermoso acto de fe, cuando ve al Principito que, inclinando la cabeza hacia el dibujo de una caja cerrada, observa claramente, sin ápice de duda, lo que había en su corazón: ¡un pequeño cordero que se queda dormido ante sus ojos! ¿Y no es esta la infantil disposición a la que Dios nos invita?, aquella que pone a prueba nuestra incredulidad y cuando el mundo nos asegura que Su Reino no es, nuestra porción de fe es capaz de hacerlo realidad.
En aquella misma ocasión los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron:
—¿Quién es el más importante en el Reino de los cielos?
Jesús llamó entonces a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo:
—Les aseguro que si ustedes no cambian y se vuelven como niños, no entrarán en el Reino de los cielos. El más importante en el Reino de los cielos es el que se humilla y se vuelve como este niño.
Mateo 18:1-4 (DHH)
La fe enrumba sus pies a la dolorosa mordida que lo liberará del peso de su mortal existencia, para permitirle volver hasta aquel tierno Amor que aún le espera y del cual jamás debió separarse.
Cuando leemos este pasaje de la biblia con frecuencia la característica infantil que entendemos Jesús nos exige es la inocencia, pero hay en sus palabras algo más, una clave que tras la primera lectura fácilmente se nos escapa. No es la inocencia lo que nos gana el pasaporte al Reino de los cielos, es la capacidad infantil de creer, como lo afirma con contundencia el autor del libro de los Hebreos en el capítulo 11. Sabré contenerme y no copiaré aquí el capítulo entero, pero debo animarte a leerlo, amigo lector, es lectura esencial para comenzar a comprender la fe a la que somos llamados. Transcribo aquí algunos de esos versículos iluminados.
1 Tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos. 2 Nuestros antepasados fueron aprobados porque tuvieron fe.
5 Por su fe, Enoc fue llevado en vida para que no muriera, y ya no lo encontraron, porque Dios se lo había llevado. Y la Escritura dice que, antes de ser llevado, Enoc había agradado a Dios. 6 Pero no es posible agradar a Dios sin tener fe, porque para acercarse a Dios, uno tiene que creer que existe y que recompensa a los que lo buscan.
8 Por fe, Abraham, cuando Dios lo llamó, obedeció y salió para ir al lugar que él le iba a dar como herencia. Salió de su tierra sin saber a dónde iba, 9 y por la fe que tenía vivió como extranjero en la tierra que Dios le había prometido. Vivió en tiendas de campaña, lo mismo que Isaac y Jacob, que también recibieron esa promesa. 10 Porque Abraham esperaba aquella ciudad que tiene bases firmes, de la cual Dios es arquitecto y constructor.
13 Todas esas personas murieron sin haber recibido las cosas que Dios había prometido; pero como tenían fe, las vieron de lejos, y las saludaron reconociéndose a sí mismos como extranjeros de paso por este mundo. 14 Y los que dicen tal cosa, claramente dan a entender que todavía andan en busca de una patria.
Es esta la fe infantil de la que habla Jesús, la que echa al mar un monte de miedo, la que con una piedra lisa del arroyo y una honda destruye al gigante de la angustia, aquella capaz de detener un enorme caudal de dudas para que nuestros pies lleguen secos al otro lado del cauce.
Fe como la de mi hermoso amigo de cabellos como el trigo, cuyo miedo no detiene sus pasos hacia una muerte segura –¡la de su pesado cuerpo, no la de su espíritu!–. La fe enrumba sus pies a la dolorosa mordida que lo liberará del peso de su mortal existencia, para permitirle volver hasta aquel tierno Amor que aún le espera y del cual jamás debió separarse.
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