LOS POETAS DEL ABISMO
- buscandoadiosps
- 20 jul 2023
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 29 oct 2023

El concepto de la «Nada» que los ateos tienen de Dios
es lo mismo que los místicos han conocido de Dios, pero experimentalmente:
han tenido una experiencia personal de esa Nada,
han comprobado que es un abismo sin fondo de dulzura y amor,
y han sentido su caricia y su beso.
Ernesto Cardenal
En un artículo anterior, que debo admitir fue difícil de escribir pues requirió de mí un inusual desnudarme sobre el papel que no disfruto, te hablaba, amigo lector, de mi Dios, el que me visita cada día, el que me dicta todas las palabras, el que juega conmigo al escondite.
A Él lo veo también en las palabras de tantos y tantos que han sabido encontrarle, pero en ellas consigo, algunas veces, un abismo que no entiendo, un abismo ante el cual me detengo cuestionándole: ¿eres Tú también esa nada insondable que abruma y enloquece? Es como si de pronto fuera consciente de que mi experiencia es un limitarse a flotar en la superficie del más profundo mar. Floto sobre mi espalda sin notar el infinito abismo que me sostiene, la mitad de mi cuerpo se goza de la frescura al contacto con el agua, la otra mitad se queda seca, expuesta al aire, sin el cual, me convenzo, no podría subsistir. Pues aventurarse al fondo, pretender penetrar ese abismo sobre el cual floto, cortar completamente el alimento de mis pulmones terrenales, me atemoriza. El miedo a lo desconocido no me deja entregarme así, sin bridas, deseosa hasta la locura de explorar el fondo, de entender más, de experimentar otro tipo de vida. Unamuno me regaña diciendo:
Tienes tan poca confianza en Dios, que estando en Él, en quien vivimos, nos movemos y somos (Hechos, XVII, 28), ¿necesitas tabla a que agarrarte? Él te sostendrá, sin tabla. Y si te hundes en Él ¿qué importa? Esas congojas y tribulaciones y dudas que tanto temes son el principio del ahogo, son las aguas vivas y eternas que te echan el aire de la tranquilidad aparencial en que estás muriendo hora tras hora; déjate ahogar, déjate ir al fondo y perder sentido y quedar como una esponja, que luego volverás a la sobrehaz de las aguas donde te veas y te toques y te sientas dentro del Océano.
Pero hay quien se ha sumergido, quien ha tenido el atrevimiento de aventurarse hacia el fondo y vuelve antes de que el último aliento abandone sus pulmones para contarnos lo visto. Autores como María Zambrano, Rainer María Rilke y Armando Rojas Guardia se atrevieron a entrar en el abismo cuando la mayoría de nosotros ni siquiera nos percatamos de su existencia, recorremos nuestra mortalidad sin reconocerlo o, de percibirlo, preferimos mantenernos a una distancia prudente, temerosos de las voces que de él emanan.
Estos valientes tuvieron la osadía de llegar tan hondo que intuyeron en su humanidad, terriblemente leve, la profundidad inacabable, la extensión infinita, la densa oscuridad de un abismo cuya cercanía quema, descompone, desorienta, altera las fibras básicas que nos permiten funcionar como mortales; y antes de ser completamente absorbidos por la locura que demandaba su osadía, nos dejan su canto, que son los quejidos de un alma mutando ante la radiación mística.
Escuchemos primero a Zambrano que, de vuelta del abismo (a quien ella llama el claro del bosque) nos narra la experiencia.
El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese sólo instante y que nunca más se dará así. (…)
Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como respuesta a lo que se busca. (…) Y para no ser devorado por la nada o por el vacío haya que hacerlos en uno mismo, haya a lo menos que detenerse, quedar en suspenso, en lo negativo del éxtasis. (…) Y el temor del éxtasis que ante la claridad viviente acomete hace huir del claro del bosque a su visitante, que se torna así intruso. Y si entra como intruso, escucha la voz del pájaro como reproche y como burla: «me buscabas y ahora, cuando te soy al fin propicio, te vuelves a ese lugar donde respirar no puedes».
Rilke, aún ganado por la locura que le ha dejado el éxtasis, nos advierte
lo bello no es más
que el inicio de lo terrible, que todavía apenas soportamos,
y lo admiramos tanto porque serenamente
rehúsa destruirnos. (…)
¡Voces, voces! Escucha, corazón mío, como sólo escucharon los santos: tanto que la gigantesca llamada los alzaba del suelo; pero ellos quedaron impasibles, de rodillas y no atendían: así estaban de entregados a la escucha. No es que puedas soportar
la voz de Dios, de ninguna manera. Pero escucha este soplo,
el informe incesante que surge del silencio.
Demos ahora la palabra a Rojas Guardia, el poeta orante. Escuchémoslo exigir respuestas al abismo que sólo le devuelve su silencio
¿Quién eres, tú sonoro al fondo de mí mismo? ¿Cómo te llamas, horizonte presentido, oscuridad ansiada, ápice del fin, paisaje último donde el gozo no puede saber sino a agonía, olor álgido de un páramo donde la nada hace vomitar y el ser marea, rayo de muerte que sin embargo incendia toda vida? ¿Quién eres? Palabra y silencio, abrazo perfecto y soledad que aterra, memoria secreta de la que se desprenden todos los recuerdos acallados y, a la vez, olvido radical en cuyo vértigo el pasado se disuelve y sólo queda un presente inenarrable (para describirlo, las viejas palabras no nos sirven). ¿Quién eres, canto irreprimible, color inesperado, brillante y sutilísimo, ventana central de la alabanza, de la admiración, de una complacencia sobrecogida y tierna (si la ternura puede colindar con el espanto de una dicha inencontrable, pero cierta como el sol?).



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