LA LUCHA CONTRA EL DEMONIO
- buscandoadiosps
- 20 mar 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 17 sept 2020

En una previa entrada del blog, que titulé La soledad de Rilke, les conversaba acerca de la soledad como arma de doble filo, bien como una especie de autoflagelación o como un instrumento para acercarse a Dios. Semanas más tarde cayó en mis manos un libro de Stefan Zweig −que como tantos otros en mi biblioteca tenía meses o años esperando turno para ser leído− titulado La lucha contra el demonio (Hölderlin ∙ Kleist ∙ Nietzsche) que me hizo reflexionar de nuevo sobre el tema, particularmente sobre su peligrosidad.
En este libro, el maestro de las biografías −quien nos tiene tan acostumbrados a desnudar frente a nosotros a personajes maravillosos, a revelarnos sus más íntimos pensamientos y deseos, sus realidades, sus complejos, sus aciertos y tristezas (si no conoces a este magnífico biógrafo, amigo lector, debo recomendarte sus biografías de María Antonieta y Fiódor Dostoyevski como abreboca a su obra)− vincula a tres grandes hombres de la literatura en un común afán de autodestrucción creativa. El lugar común que resalta Zweig es el que les hizo ser «arrancados de su propio ser por una fuerza poderosísima y en cierto modo ultramundana, son arrojados a un calamitoso torbellino de pasión. Los tres terminan prematuramente su vida, con el espíritu destrozado y un mortal envenenamiento de los sentidos. Los tres terminan en la locura y en el suicidio». Aclara también el autor que el demonio del que habla es «ese fermento atormentador y convulso que empuja al ser (…) hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo».
La lectura de esta obra me invita a reflexionar acerca de lo frágiles que somos, mucho más de lo que creemos o de lo que nos gustaría admitir.
En su análisis de la manera como estas almas sucumben al oscuro llamado que desde el fondo del laberinto les reclama, Zweig les compara con otro maestro de las letras, igualmente grandioso, que supo ganarle la batalla a su demonio: Goethe, en él se apoya, afirma Zweig, pues «necesitaba una figura como contrapunto para que no pareciera que lo hímnico, lo extático, lo titánico que yo presento en Kleist, en Hölderlin y en Nietzsche, lleno de devoción, es el único arte posible, ni el más sublime por su valor. Precisamente presento su antítesis como una polaridad espiritual del más alto rango».
La lectura de esta obra me invita a reflexionar acerca de lo frágiles que somos, mucho más de lo que creemos o de lo que nos gustaría admitir. Sin ánimo de compararme con estos maestros de las letras, me es inevitable trazar una paralela con mi propia experiencia cuando Zweig plantea: ««¡Oh, soledad, soledad, patria mía!», tal es el canto melancólico que sale del mundo glacial del silencio. (…) Pero la soledad que ha acompañado a Nietzsche en sus metamorfosis se ha ido metamorfoseando a su vez, y cuando él la mira a la cara, queda asustado, pues a fuerza de convivencia, la soledad se parece a él. Se ha vuelto cruel, violenta como él; (…) se ha convertido en un aislamiento completo, en la séptima soledad; eso ya no es estar solo, eso es estar completamente abandonado. (…) nunca un eremita o un anacoreta del desierto han estado tan abandonados, pues esos fanáticos de su fe tienen todavía a un Dios que llena, con su sombra, toda la cabaña.» ¿Cómo no recordar con dolor aquellos años cuando me deleitaba en la soledad sin sentido que me arrastraba a lugares cada vez más oscuros?, empuñaba su montura −que en mi caso llevaba también aparejo literario− y me dejaba dopar por el vaivén de la cabalgadura sin percatarme del camino que la bestia recorría.
Levanta tu copa conmigo y celebremos, anunciemos triunfantes que hemos comprendido la relevancia del mensaje de Salomón cuando aconseja: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida» (Proverbios 4:23).
Quizás la soledad no sea tu montura amigo lector, pero «ese fermento atormentador y convulso» del que habla Zweig, esa oscura voz al fondo del laberinto, nos habita a todos, sea cual sea su máscara −para algunos tiene el rostro de la culpa, para otros el de la desesperanza, para muchos el del rencor−, nos llama a caminar vendados al borde del abismo, y hoy te digo como Rilke «¡Qué no se malgaste tu sangre en ceguera!», pues el antídoto también nos es común a todos, es Aquel que nos banaliza el mundo y nos hace avanzar tranquilos sin mancharnos de él, pues ya no tocamos el camino con los pies (Isaías 41:3).
Levanta tu copa conmigo y celebremos, anunciemos triunfantes que hemos comprendido la relevancia del mensaje de Salomón cuando aconseja: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida» (Proverbios 4:23). Aunque haya días en que el recuerdo del éxtasis nos haga otra vez poner el pie en el estribo, Su Palabra, ahora en nosotros sembrada, nos salvará.



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